domingo, 8 de enero de 2012

EL UNIVERSO COMO VIBRACIÓN SONORA




Varias tradiciones afirman que el mundo fue creado a partir de un sonido o sonidos primordiales: por ejemplo, a través del ritmo del tambor de Shiva, o bien a partir de la sílaba sagrada OM, que según el hinduismo es el sonido esencial del universo. Existen culturas tradicionales, en África y Asia, que afirman que la verdadera sustancia de la realidad es el sonido, que los ritmos musicales encarnan los ritmos esenciales de los fenómenos físicos, y que la materia que hoy tomamos como realidad es sólo una condensación de vibraciones sonoras.
Los restos de aquella concepción original que veía el sonido como primordial no se han desvanecido completamente. Muchos músicos y muchos amantes de la música siguen considerando la sonoridad como la esencia del mundo. Al fin y al cabo, la música puede unificar lo que sentimos y hacernos palpitar al mismo ritmo.

Hay un libro clásico de la cultura china que afirma el poder de la música para mantener o alterar el equilibrio del mundo. Se trata de un clásico enciclopédico chino, compilado alrededor del 239 a.C., Primavera y otoño de Lu, que dice, por ejemplo:
La música se basa en la armonía entre el cielo y la tierra, en la concordia entre la tiniebla y la luz. La música perfecta tiene una causa. Nace del equilibrio. El equilibrio resulta de lo que es como debe ser, y lo que es como debe ser nace a partir del sentido del mundo. Por lo tanto, sólo se puede hablar de música con quien ha entendido el sentido del mundo”.

Como contrapunto a estas antiguas tradiciones podemos escuchar un par de acordes de la cosmología contemporánea. Hoy en día la astrofísica ve el origen del universo en el llamado big bang, pero al fin y al cabo ese gran Bang no significa otra cosa que un sonido: es una onomatopeya frecuente en inglés para imitar el sonido de un disparo, un golpe fuerte o una explosión, lo que en castellano o catalán se diría pam o bum. Si en vez de dejar la expresión big bang en inglés la hubiésemos traducido, la llamaríamos el gran pam o el gran bum. No deja de ser curioso que el big bang, la teoría de la creación que nos tomamos más en serio en la cultura moderna y científica, reciba un nombre que remite directamente al sonido (aunque sería un sonido, el de esa explosión primigenia, que nadie podría haber oído directamente).

Por otro lado, una de las grandes esperanzas de la física teórica actual es la llamada teoría de las cuerdas, string theory, que busca los elementos fundamentales del universo no en partículas puntuales, sino en microscópicas entidades unidimensionales (llamadas cuerdas) inicialmente imaginadas por analogía con los instrumentos musicales de cuerda. Las strings de la física son más bien cuerdas como las de la guitarra y el piano, y sus propiedades básicas vienen determinadas por sus estados de vibración y oscilación, al igual que un instrumento musical.
Si ahora bajamos de las grandes abstracciones cosmológicas a la experiencia directa del paisaje que tenemos más cerca, el paisaje de nuestro propio cuerpo, también aquí hallamos vibraciones.
Los practicantes más avanzados de ciertas técnicas de trabajo corporal, como el Yoga o el chi-kung chino, explican que con su práctica llegan a sentir el cuerpo no como materia sino como vibración, vibraciones que varían sus ritmos según el estado de ánimo y el estado del cuerpo.

El sonido es impermanente; tal como viene, se va. Si lo hemos grabado, podemos hacer que vuelva tanto como queramos, pero volverá a esfumarse inmediatamente. Este contraste entre la imagen y el sonido (una permanente y controlable, el otro dinámico e inapresable) tiene mucho que ver con el hecho de que el tipo de conocimiento que hemos desarrollado en Occidente en los últimos siglos sea un conocimiento vinculado a un modelo visual. Ahora bien, la evolución de este conocimiento basado en el modelo visual podría estar perdiendo impulso, puesto que el modelo auditivo parece empezar a querer tomar posiciones en la física contemporánea a través de las vibraciones de la teoría de las cuerdas. 

En los últimos siglos, los modelos de realidad fundamental que imaginaba la física eran visuales: átomos que podíamos visualizar como bolas de billar, electrones que podíamos visualizar como pequeños planetas en órbita alrededor del núcleo. Sin embargo, en las primeras décadas del siglo XX la posibilidad de visualizar la estructura íntima de la materia empezó a topar con grandes obstáculos. Uno de ellos es el principio de indeterminación de Heisenberg, que implica, que no podemos visualizar a la vez la posición y la velocidad de una partícula subatómica. Estas partículas, que durante generaciones se habían visualizado como bolas de billar, ahora son cada vez menos visualizables y se disuelven en sinfonías o recitales de vibraciones. La realidad parece invitar a la física a pasar de las metáforas visuales a las metáforas sonoras.
Lo que el sociólogo Zygmunt Bauman describe como el paso de la modernidad sólida a la modernidad líquida (es decir, de un mundo de certezas y permanencia a un mundo cada vez más fluido, inconstante e incierto, tanto en lo que se refiere a las instituciones como a los empleos, las relaciones de pareja o la economía), es, desde otra perspectiva, el paso de un mundo basado en el paradigma visual a un mundo basado en el paradigma auditivo.

Cada paisaje se expresa también con diversos repertorios de sonidos humanos, que han ido co-evolucionando con aquel paisaje a lo largo de los siglos. Uno de estos repertorios es el de la música popular tradicional: de los flautines y las chirimías a los tambores. Y, naturalmente, la voz, las canciones populares.
Un paisaje sonoro en el que todos estamos inmersos es el del lenguaje. Incluso cuando estamos aparentemente en silencio, la mayoría de nosotros continuamos rumiando palabras dentro de la mente, palabras que siempre tienen una sonoridad específica. Si nos piden que pensemos en una palabra determinada, la mayoría de nosotros generalmente la imaginamos escrita (en un libro, una hoja o una pantalla), es decir, en su aspecto visual. Pero las palabras son originariamente sonidos, oralidad que después se congela en escritura: no tuvieron ningún aspecto visual durante miles y miles de años, hasta que en algunos lugares se empezaron a inventar signos para visualizarlas.

Escuchar las voces del mundo

Hemos creído que el mundo era sordo y mudo. El premio Nobel de Medicina Jacques Monod afirmaba en un pasaje de su libro El azar y la necesidad (1970) que las sociedades modernas habían aceptado alegremente el poder que proporciona la ciencia moderna sin querer escuchar el mensaje de fondo que ésta transmite. Ese mensaje de fondo, según este científico, es que el ser humano vive aislado y arrinconado en “un mundo que es sordo a su música”. Un mundo sordo es un mundo absurdo (absurdo viene del latín absurdus, y etimológicamente significa “de sordos”, como cuando hablamos de un diálogo de sordos). Nuestro diálogo con el mundo ha sido demasiado a menudo un diálogo de sordos. Quizá el mundo se ha mostrado sordo a nuestras voces porque nosotros nos mostrábamos sordos a las voces del mundo.

Quizá el mundo nos haya sido indiferente porque sólo lo veíamos como un almacén de materias primas y como escenario de nuestras proezas. Cuando damos entidad e identidad a los paisajes, a las cosas, al mundo, todo cambia.

¿Qué sucedería si, en vez de querer dominar el mundo, nos pusiéramos a escucharlo, a escuchar las voces del mundo?

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